Un día como hoy, 4 de Agosto pero de 1944 Ana Frank era descubierta por los nazis

El 4 de agosto de 1944, los nazis entraron al almacén del 263 de la calle Prinsengracht, en Amsterdam, frente a un melancólico canal. Era un negocio en la planta baja, con oficinas y empleados en la planta alta y nada más. En apariencia. En la parte trasera de la casa, a la que se accedía por una puerta trampa oculta tras una inocente estantería con bisagras, se ocultaban los Frank y los Van Pels. ¿Quién lo sabía? ¿Cómo lo supieron los nazis? ¿Lo sabían los nazis? De pronto, todo había terminado. El escondite, la clandestinidad, las alertas, los temores, las precauciones, los dos años vividos en ese terror signado por la incertidumbre, la apariencia de una vida normal sin salir a la calle, la esperanza de sobrevivir; todo, estaba ahora depositado en el caño de una pistola, pequeña, que apuntaba a la cabeza de los escondidos como una prolongación del brazo y las intenciones del oficial de las SS Karl Silberbauer.

Los Frank habían sido descubiertos y capturados. Iban a ser deportados y asesinados. Entre ellos, la pequeña Ana, que había pasado de la niñez a la adolescencia metida en ese pozo conocido como “la casa de atrás” donde Otto Frank, su mujer, Edit y sus hijas Margot y Ana, más los tres integrantes de la familia Van Pels, Hermann, su esposa Auguste y su hijo Peter y el dentista Fritz Pfeffe, ocho personas en total, habían creído que era posible burlar la tremenda cacería de judíos desatada por el nazismo, incluso cuando la guerra ya estaba perdida para la Alemania de Adolf Hitler y su imperio que iba a durar mil años. La maquinaria de la muerte, a la que siempre cuesta tanto detener, funcionaba todavía con impecable fiereza.

La historia de los Frank, fue similar a la de miles de familias judías europeos que sucumbieron a la barbarie. Ana los hizo diferentes. Ana y su diario, que escribió durante el encierro y en el que dejó plasmados sus pensamientos de muchacha, su intimidad, sus interrogantes, sus sueños, sus deseos, sus miedos, esperanzas y alegrías y que aún hoy, a casi ocho décadas, es un formidable alegato acusatorio contra el nazismo. Los Frank eran alemanes, Ana nació el 12 de junio de 1929 en Frankfurt am Main, Hesse. El padre, Otto, había combatido por Alemania durante la Primera Guerra Mundial y cuando nació Ana era un comerciante, un pequeño empresario, dueño de Opekta, una empresa dedicada a elaborar materia prima para la fabricación de dulces y mermeladas.

¿Cómo vivieron los escondidos durante setecientos setenta días? Gracias a una estudiada, cuidadosa, invariable rutina. Amanecían muy temprano, verano e invierno, a las seis cuarenta y cinco. Usaban el baño por turno, pero había que olvidar su uso durante buena parte del día a partir de las ocho y media de la mañana, porque a esa hora entraban a trabajar los dependientes del almacén: el anexo secreto estaba justo arriba del almacén y cualquier ruido, el correr del agua por ejemplo, hubiese despertado curiosidad. A las doce y media, cuando todo el mundo salía a almorzar, los protectores acercaban a las escondidos ropas, comida y lo que hiciese falta. Solían comer todos juntos, con la radio sintonizada en la BBC de Londres, que daba los últimos partes de la guerra, y podían usar el baño de nuevo. Cuando los dependientes volvían del almuerzo, todo volvía a ser secreto y silencio hasta las cinco y media de la tarde. Cuando el almacén quedaba vacío, los Frank, los Van Pels y el dentista Pfeffe ya no tenían obligación de ocultarse en la casa de atrás, pero sí de andar por el edificio con suma discreción: ningún ruido podía salir al exterior de un edificio que se suponía desierto. La cena se unía a los preparativos para regresar a la “casa de atrás” y al sueño vigilante, hasta despertar al otro día, de nuevo a las seis cuarenta y cinco. Así durante dos años y un mes.

El 1 de agosto de 1944, Ana Frank escribió la última entrada en su diario, que es ya un fragmento de la historia del siglo XX y un alerta para los años por venir. Tres días después, sus sueños, sus ilusiones, su conmovedora sencillez estaban en manos de los nazis.

La entrada es una carta a Kitty, que es una amiga de Ana, una amiga imaginada con la que sueña patinar en Suiza, porque es un país neutral, o que las dos actúan como figurantes en una película; Kitty es un pedazo de su alma a quien Ana quiere escribirle porque no puede escribirle a nadie, cuando en realidad y sin saberlo, lo hace para millones. Y le dice: “(…) Y me critican cuando estoy de mal humor y ya no lo aguanto: cuando se fijan tanto en mí, primero me pongo arisca, luego triste y, al final, termino volviendo mi corazón con el lado malo hacia afuera y con el lado bueno hacia adentro, buscando siempre la manera de ser como de verdad me gustaría ser y como podría ser… si no hubiera otra gente en este mundo. Tuya, Ana. M. Frank”.