Sacerdote cubano al Papa: «Santo Padre, los cubanos sentimos vergüenza ajena por usted»

¡ Cómo describirle la alegría que nos embargó cuando supimos que un hermano nuestro, un hijo de Hispanoamérica, había sido elegido Pastor Supremo de la Santa Iglesia, sucesor del Apóstol Pedro en Roma ! Alegría y admiración que fue creciendo con las primeras decisiones del nuevo Papa: dejar los departamentos apostólicos para mudarse al hotelito de Santa Marta. Hasta el detalle de no aceptar el lujoso calzado rojo para seguir usando los humildes zapatos que vinieron con Usted desde Buenos Aires. ¡Con qué entusiasmo escuchamos que el nuevo Papa quería sacerdotes “con olor a oveja “, sin afanes de lucro o de éxito mundano

Y luego me resultó simpático que Usted mantuviera una distancia con el presidente Donald Trump —en aquel momento el hombre más poderoso de la tierra—, pero se me hizo muy difícil observar las sonrisas prodigadas a dictadores de izquierda: Nicolás Maduro, Daniel Ortega, Evo Morales, entre otros. Como le expresé en una carta del 2018, comprendo que Usted vivió la traumática experiencia de las dictaduras de derecha: esos generales que se autoproclamaban cristianos, pero perseguían, encarcelaban, hacían desaparecer y mataban lo mismo a jóvenes que ancianos, a catequistas y activistas misioneros de las comunidades, a sacerdotes, religiosos, religiosas e incluso obispos, como el caso del Monseñor Enrique Ángel Angeleli.

Durante su visita a Cuba en el 2015, fue una sorpresa muy desagradable que se impidiera a disidentes saludar al Papa en la Nunciatura de la Habana, como estaba previsto. Al día siguiente, aunque se repitió la situación en la Catedral habanera, la Santa Sede guardó silencio y no presentó una protesta formal y pública ante el comportamiento del gobierno cubano, cuando menos, descortés con el Papa y abusivo con los disidentes a quienes el Papa quería saludar. Poco después, en el marco del encuentro habanero entre el Patriarca Kiril y su Santidad, Usted afirmó que la Habana estaba en camino de convertirse en la Capital de la reconciliación y la paz, haciendo alusión no sólo al encuentro de los dos líderes religiosos de la cristiandad, sino a las conversaciones de paz entre el gobierno colombiano y las guerrillas marxistas, reunidas en la Habana por ese entonces.

En mi carta a Fidel Castro, leída el 8 de septiembre de 1994 en mi Parroquia de Palma Soriano, en la Fiesta de La Señora de la Caridad, señalé que “Cuba ha estado en el vórtice de la violencia planetaria”. Los acontecimientos recientes en Nicaragua, con el encarcelamiento del Obispo Rolando Álvarez y un grupo de sus colaboradores más cercanos, sacerdotes y laicos, en Matagalpa, ha vuelto a poner sobre el tapete el tema del silencio frente a los abusos de las dictaduras de izquierda. Son sumamente preocupantes el encarcelamiento de los principales candidatos opositores a la presidencia, el acoso brutal de toda la disidencia política y social y la declarada persecución religiosa desatada por el dictador Daniel Ortega y su esposa Rosario Murillo. Me viene a la memoria aquella tonada chilena de tiempos de Pinochet: “¿Qué dirá el Santo Padre que vive en Roma, que le están degollando ya sus palomas?

Los amigos que me han ayudado con sus consejos y sugerencias a escribir esta carta me han alertado que no toque el tema de los católicos en China y, en especial, de la martirizada Iglesia confesante de ese país. Sin embargo, la reciente visita de Michelle Bachelet, Alta Comisionada de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos, y la publicación de sus conclusiones acerca de la persecución de los pueblos musulmanes en China ha actualizado el tema de las relaciones de la Sede Apostólica con nuestros hermanos chinos. El informe de la Sra. Bachelet ha quedado en evidencia el brutal acoso que el gobierno comunista de China ejerce sobre los pueblos uigures en la región de Sinkiang y nos alerta sobre la persecución religiosa que han padecido nuestros hermanos de la iglesia subterránea. Para un Papa que viene de la Compañía de Jesús, la conversión de China no es, ni puede ser, tema marginal. La labor de Mateo Ricci y tantos misioneros jesuitas, empezando por San Francisco Javier, que supuso un hito en los esfuerzos inculturadores de la fe, entre los más creativos y fecundos de todos los tiempos, pero que fueron torpedeados desde dentro de la iglesia de aquel tiempo, en parte debido a pequeños y mezquinos intereses entre órdenes religiosas en pugna, y en parte por miopía y estrecheces mentales de la época (siglos XVI al XVIII). El triunfo del comunismo en China inauguró una nueva época de dificultades para los católicos chinos. Una parte de la iglesia China aceptó la intromisión del estado comunista y colaboró con este, convirtiéndose en la Iglesia patriótica. Otra parte, escogió el camino del martirio y el peligro que su fidelidad le representaba, y comenzó a actuar en la clandestinidad.

La Iglesia patriótica escogió vivir al margen de Roma, y la iglesia confesante, al margen de la ley impuesta por el poder del Estado comunista. Solo Dios puede juzgar la conciencia y no sabemos a cuanta presión fueron sometidos los católicos de uno y otro bando. Por eso, la decisión de la Santa Sede de regularizar la situación de ambas comunidades (que viene caminando desde antes de Su Pontificado), es tan delicada como importante. En la historia de la Iglesia tenemos, entre otros, un ejemplo precedente: la regularización en Francia de la iglesia nacional y la iglesia tradicional a raíz de la Revolución Francesa. Ambas Iglesias fueron homologadas por el Papa Pio VII que constituyó la nueva jerarquía eclesial con representantes de ambos grupos. Esta fue una auténtica solución salomónica a un espinoso y complejo problema intraeclesial. No estoy al tanto de los protocolos firmados con el gobierno chino (por demás, secretos) pero la impresión de analistas y entendidos es que se ha sacrificado la parte más sufrida la de los católicos confesantes. El tratamiento dado al Cardenal Joseph Zen, arzobispo emérito de Hong Kong, llevado a la cárcel y luego a los tribunales, es un ejemplo de ello.

Somos servidores de la Verdad, que nos hace libres. El profeta Jeremías nos recuerda cómo el Señor le dijo: “No les tengas miedo, que si no, yo te meteré miedo de ellos”. En nombre de la Verdad, le pido, Santidad, no se deje envolver en componendas guiadas e inspiradas por los principios del poder o de la “Razón de Estado”. No se deje engatusar y engañar por los grandes de este mundo. Su lugar no está entre ellos, sino al lado del pueblo. Su lógica debe ser la de Jesucristo: despojado de todo rango y categoría, para servir desde la pequeñez y la pobreza. Hay que defender a las ovejas: en Cuba, Nicaragua, Venezuela, China. Siempre con los oprimidos, nunca con los opresores: “no se puede servir a dos señores”. Ambos somos humildes servidores del Señor y de su Pueblo: Usted como Papa y yo como párroco de una pequeña porción del rebaño. Solo cuando los fieles vean que los anteponemos a cualquier otra consideración o interés, encontrarán fuerzas para vencer la indefensión y la desesperanza. Apoyo totalmente la postura del cardenal Gerhard Müller, exprefecto para la Doctrina de la Fe: “Quizás la Iglesia debería ser más libre y menos atada a las lógicas mundanas del poder, en consecuencia, más libre para intervenir y, si es necesario, para criticar a aquellos políticos que acaban suprimiendo los derechos humanos”.

Santidad, no quiero terminar esta carta sin felicitarlo y darle todo mi apoyo en sus esfuerzos para lograr en Ucrania una paz con justicia, una paz con libertad para ese sufrido y valiente pueblo. Que la Virgen Santísima de la Caridad alivie los corazones de los hombres y de los pueblos con el Don del Amor, único remedio para todos nuestros males, como intuyó aquel ermitaño que cuidaba de la pequeña imagen e insistía en llamarla “Virgen de la Caridad y Remedios. Al final de sus días se le oyó decir: “Señora mía, ya no te llamaré más de los Remedios, pues en tu Caridad lo tengo todo”.

José Conrado Rodríguez Alegre, pbro. párroco de San Francisco de Paula en Trinidad.