Las redes sociales mataron a la verdad, todos relinchan contra todos y nada es comprobable

Las redes sociales mataron a la verdad, no hay “verdad” posible en un espacio donde todos relinchan contra todos y nada es comprobable. Hoy, es un dato que según el lugar mental en que nos ubiquemos, el mismo hecho puede ser considerado un asesinato o un acto de legítima defensa. Solo lo obvio nos ubica a todos en el mismo lugar, pero tiene que ser tan elocuente y prístino ese hecho que resulta la excepción a la regla. Y ni que hablar de algunos niveles de protesta callejera: para algunos es un acto de libertad y para otros una vejación a sus derechos ambulatorios. Y si esto lo pigmentamos con violencia, el asunto se torna en una batalla campal para los que están de un lado o del otro de la biblioteca. Para el estado de derecho no habría debate, pero el estado de derecho en su actuación es al que también se le refuta, mucho más en este continente que es líder absoluto en cuanto a violencia se refiere, haciendo añicos justamente a parte relevante del imperio de la ley.

Es muy difícil que las creencias que se tiene no influyan en la vida cotidiana de manera relevante por eso el sesgo de confirmación fue un hallazgo gigantesco: vivimos absorbiendo conocimiento alrededor de lo que creemos y así retroalimentamos ese loop. En definitiva, el sesgo de confirmación es una tendencia que busca, recuerda e interpreta “información” que ratifican nuestras preconcepciones. Y como lo que creemos no siempre es lógico o racional, muchas de las cosas que nos movilizan no son racionales: fe, espiritualidad, ideologías, narraciones familiares, todo está sazonado con leyendas y relatos nunca comprobables. Y los creemos a pie juntillas y volvemos sobre ellos como un bumerán.

Las redes sociales contemporáneas lo tienen claro: los algoritmos nos burbujean dentro de los espacios actitudinales en los que estamos cómodos. Las redes sociales potencian el sesgo de confirmación de manera implícita porque las pistas que ofrecemos alimentan nuestro “Fausto” de manera despiadada. Esto lo sabemos todos, lo que vemos en las redes sociales es lo que queremos ver, el algoritmo nos anticipa porque nos conoce de cabo a rabo. (Sospecho que el modo “incógnito” de navegación en las redes es una farsa. Ojalá me equivoque).

Casi no hay consensos o acuerdos transversales amplios para nadie y eso alimenta la teoría del conflicto permanente: éste es el problema actual. Nunca se baja la guardia y quien gana, pierde y quien pierde, gana: un delirio se mire por donde se lo mire. Nadie está dispuesto a reconocer al otro y todo está preparado para ser incendiado todos los días. Es como aquella película donde una joven iniciaba la jornada sin memoria del ayer y su novio tenía que conquistarla todos los días casi como un acto de peregrinación eterna.

Todos estamos relacionados con grupos de pertenencia. En la vida que teníamos antes del advenimiento poderoso de las redes sociales los grupos de referencia (estos son a los que aspiramos a pertenecer, no los que pertenecemos) eran siempre algo lejano o no siempre accesible de manera inmediata. La clave para introducirse en un grupo de referencia era un camino con valor a conquista, con peajes puntillosos, fuera un club de fútbol, un partido político o participar activamente de alguna religión, nada estaba decretado si no se cumplían ciertos requisitos, rituales o eventos de iniciación que requerían de la aprobación de los demás miembros del grupo.

Para la selección del grupo de referencia, los sesgos de confirmación también operan mostrándonos lo que creemos que son los hechos. La realidad es una cosa y su percepción otra. Lo vemos así porque lo creemos así. Nada demasiado complejo de entender una vez que se comprende el dispositivo mental que opera. Pertenezco a tal grupo de pertenencia, pero quiero operar movilidad social ascendente y -en base a algún sesgo de confirmación preconcebido- me dirijo a integrar tal grupo de referencia que, supongo, me va a facilitar ese camino. Esa es la panorámica mental que se elabora.

Nos habían convencido de que las ideologías estaban muertas, me permito dudar de esa premisa: las miradas actuales poseen mucho de ideológico sin saberlo, aunque nos pese, quizás, ya no ancladas en visiones ideológicas clásicas y absolutas del pasado sino en particularismos filosóficos del presente y en visiones de inclusión social que antes se negaban. De alguna forma, los sesgos de confirmación son también permeables y mutan porque se nutren de lo que viene con nosotros desde nuestra socialización inicial y ahora se afincan en nuestras visiones contemporáneas.

Hay en la actualidad una pérdida del sentido de lo moderado y la cuestión es ganar las pulseadas cueste lo que cueste. Es que estamos en un tiempo revolucionario que no se percibe así, por eso, saberlo permite concientizar que los excesos, los desbordes y lo inquietante puede estar en la esquina, y por eso se impone una fenomenal capacidad de comprensión del presente para no llorar los mismos errores que otras generaciones cometieron de manera elocuente. Estamos advertidos y sabemos lo que pasó. Nos debería servir de referencia. Y, más que nunca, los liderazgos deberían ser contenedores, disuasivos y magnánimos, lo que no implica que dejen de ser justos. Hay terrenos que no son transaccionales.

Si a esto que está ígneo se le acercan líderes con combustible a borbotones, nada bueno se puede asegurar y se nos agotan las esperanzas. Son tiempos de conductores que amortigüen, que alivianen el peso de lo cotidiano, que introduzcan paz y que nos orienten hacia lo sensato. Los otros, sobran.