¿Quién no ha sentido mariposas en el estómago cuando se ha enamorado? ¿O ha perdido el apetito tras una mala noticia? ¿O está de un humor de perros cuando tiene mucha hambre o lleva varios días sin poder ir al lavabo? ¿O se ha cagado de miedo con una película? ¿O ha sentido una enorme sensación de bienestar tras comer su plato preferido cocinado por su abuela?.
Cada día experimentamos cómo nuestras tripas y nuestro cerebro están conectados y se hablan, cosa que, por cierto, hacen continuamente. No es de extrañar: el primero está allá arriba, solo, protegido en su torre de marfil, y para gobernar nuestro cuerpo necesita obtener información que recaba a través de los sentidos y también del intestino. Este le chiva desde qué hemos comido a si tenemos o no suficiente energía, o si nos falta algún nutriente o si el sistema inmunitario está librando una batalla contra algún patógeno que se ha colado en el organismo.
El intestino no solo actúa de informante, sino que también es capaz de echarle un cable al cerebro cuando lo necesita. Por ejemplo, si este está estresado y precisa un chute de energía extra para hacer frente a una situación compleja, como cuando debemos tomar una decisión crucial o tenemos que acabar un proyecto importante en un tiempo récord porque está a punto de nacer nuestra hija, le manda mensajes de SOS al intestino: «¡Eh, necesito ayuda!». Y este, para responder a dicha demanda, actúa alterando el movimiento gastrointestinal, ya sea ralentizando o incluso deteniendo la digestión para así dejar de consumir energía, la cual pone a disposición del cerebro. ¡Y es que es un órgano muy demandante! Si, en general, para funcionar de manera habitual ya suele consumir un 20 por ciento de la energía total del cuerpo —aunque solo supone el 2 por ciento del peso corporal total—, en momentos de máxima actividad, como cuando lidiamos con una situación de estrés, el cerebro llega a triplicar su consumo de glucosa, el combustible que necesita para operar.
Y ahí entra el intestino para darle apoyo energético. Eso sí: si esas emergencias son ocasionales, todo va bien; pero, si se convierten en recurrentes, el intestino se queja —y con razón— a través de diarreas, estreñimiento, dolor abdominal…
Para hacer todo esto para comunicarse y pedirse favores, ambos órganos cuentan con varios teléfonos rojos. Uno de ellos es el nervio vago, una línea directa que une los 100 billones de neuronas presentes en el sistema nervioso entérico, la subdivisión del sistema nervioso que controla el aparato digestivo, con la base del cerebro en la médula espinal. También el sistema inmunitario y el endocrino llevan mensajes en una y otra dirección; y, en menor medida, el circulatorio y el linfático. En conjunto, se trata de un complejo entramado que permite las comunicaciones entre cerebro y tripas: el denominado eje intestino-cerebro por el que circulan moléculas portadoras de señales.
Y, en dicho entramado, la microbiota intestinal como seguramente ya sospechen desempeña un papel preponderante: algunos de los microorganismos que conforman esta comunidad de seres microscópicos que albergamos en el colon son capaces de secuestrar nuestra mente, alterar nuestro estado de ánimo, controlar nuestros gustos e impulsos e, incluso, nuestra salud mental. Y eso lo consiguen produciendo una serie de sustancias químicas, como hormonas, metabolitos e incluso neurotransmisores, que envían a través de todos los canales que acabamos de comentar. También, por medio de estos, el cerebro les hace llegar misivas. Por ende, se trata de líneas de comunicación de doble sentido.
En los últimos años se ha descubierto que nuestros microorganismos son capaces de, por ejemplo, fabricar algunos de los neurotransmisores clave del sistema nervioso, como serotonina, relacionada con el control de las emociones y el estado de ánimo; dopamina, la cual participa en los procesos de aprendizaje y de memoria, y se asocia a la motivación y a la recompensa ante estímulos placenteros; y ácido gamma-aminobutírico o GABA, que participa en la regulación de muchos procesos fisiológicos y psicológicos.
Cada vez hay más indicios de que las alteraciones de la microbiota se relacionan con trastornos mentales, como la ansiedad, la depresión o el autismo, y con enfermedades neurológicas, como el alzhéimer, el párkinson y la esclerosis múltiple. Algunos estudios muestran, además, que los recién nacidos necesitan de las bacterias del tubo digestivo para desarrollar adecuadamente sus conexiones cerebrales. Experimentos con ratones criados en entornos estériles han demostrado que esos animales son más ansiosos y presentan déficits cognitivos en comparación con roedores expuestos a microorganismos desde su nacimiento. De la misma manera que los microbios pueden influenciar el desarrollo del sistema inmunitario, de los intestinos e incluso de los huesos y vasos sanguíneos, estos seres microscópicos que nos ocupan también impactan en el desarrollo del cerebro, el órgano que más nos define y nos hacer ser quienes somos.
El intestino tiene su propia red de neuronas
Que intestino y cerebro se hablan y se influencian uno a otro se sabe desde hace casi cincuenta años, cuando se empezaron a realizar estudios en los que se demostraba que cualquier tipo de fuente de estrés —como hambre, sueño, ruidos muy altos o la separación de las crías y la madre— lograba alterar la microbiota de los ratones. Y al revés: algunos trabajos también concluyeron que la microbiota puede modificar el comportamiento de los animales y hacer que estos tengan mayor o menor resiliencia a la hora de enfrentarse a situaciones estresantes.
La alimentación también es decisiva para una buena comunicación entre el cerebro y el intestino
Cada vez hay más trabajos que llegan a conclusiones en esta línea, afirmando que la colonia de microbios que albergamos en el colon influye en la forma en la que nos enfrentamos a la vida. Por tanto, cuanto más saludable sea esa comunidad, mayor influencia positiva ejercerá sobre nuestra salud emocional. Y, en este sentido, se han llevado a cabo investigaciones que subrayan la importancia de la función digestiva y de los alimentos que comemos. Ya lo decían los griegos: «Mens sana in corpore sano»; o, si lo llevamos a nuestro terreno: lo que es bueno para nuestra microbiota, lo es también para nuestras neuronas. En este sentido, algunas bacterias están demostrando ser particularmente beneficiosas para nuestro bienestar mental y emocional.
Casi la mitad de los pacientes con síndrome del intestino irritable tienen depresión o ansiedad asociadas. Las dos enfermedades suelen aparecer juntas, pero no se tratan como si una causara la otra, sino de manera independiente. Quizás, apunta Dinan, se les podría administrar un tratamiento con probióticos que mejorara los síntomas del colon irritable y que, de rebote, aliviara los síntomas de la depresión o la ansiedad. Recientemente, además, este tándem de científicos ha sugerido que el concepto de psicobióticos debería ampliarse para incluir a los prebióticos, que no es otra cosa que la fibra que actúa como alimento para las bacterias psicobióticas. Y son tan importantes que les dedicaremos el capítulo 9 entero. Por ello lo explicamos ahora muy brevemente: las bacterias consumen fibra y, a cambio, secretan unas pequeñas moléculas de desecho —metabolitos, como ácidos grasos de cadena corta— que pueden llegar al cerebro e influir en su actividad. No todas esas moléculas son iguales ni tienen el mismo efecto, pero ya se ha demostrado que algunas contribuyen a reducir la depresión y la tristeza.
Aunque el estudio de los psicobióticos no ha hecho más que arrancar, es un ámbito de investigación realmente prometedor. Y algunos de los primeros hallazgos que se están produciendo nos aportan pistas interesantes para aplicar en nuestro día a día. Mayer, Dinan, Cryan y otros tantos científicos están centrados en tratar trastornos mentales mediante psicobióticos. Pero, a la luz del papel fundamental que desempeña la microbiota para gozar de una buena salud mental y sabiendo que la alimentación es el factor que más contribuye a la hora de tener una comunidad microbiana rica, diversa y estable, qué mejor que asegurarnos de nutrir bien a nuestras queridas bacterias para que ellas, a su vez, nos ayuden a sentirnos mejor.