Es un buen momento para repasar la biografía de Blackie, (Paloma Efrom) por muchas cosas. Una es que a través de su figura se puede hacer, como hace con maestría mi amiga Hinde, un recorrido por la historia de la comunidad judía argentina de la que ella fue un símbolo y entender una vez más por qué nos pega tan cerca y tan de lleno el horror que ocurre ahora a miles kilómetros.
Se sabe que el 10% de los secuestrados por Hamas son argentinos, que hay compatriotas entre las víctimas fatales y es imposible no emocionarse con las repatriaciones, sobre todo de chicos que participaban de programas de intercambio estudiantil. Es difícil ser porteño y no conocer al menos a alguien que viva en carne propia la angustia de tener familiares atrapados en la guerra.
A la vez, todos toman partido como si entendieran el conflicto: en los medios y las redes se opina con una liviandad pasmosa, la distancia de aquella máxima de Blackie y su búsqueda de la ecuanimidad, ni más ni menos que lo que antes se esperaba de este oficio, como mínimo, da ganas de llorar. El respeto se perdió hace rato (y del amor ni hablar).
Hay una anécdota de Blackie que tiene la actualidad del anonimato en las redes. La cita que rescata Pomeraniec es del libro del locutor Alberto Thaler, que trabajaba con Efron en radio Belgrano. Dice que llegó enojada al estudio y que le pidió al operador que le diera micrófono directamente, sin poner siquiera la cortina. “Buenas tardes, dijo cuando se encendió la luz de aire. Estas palabras están dirigidas a usted, señora que me mandó una extensa carta que no se dignó a firmar donde me critica los furcios. Usted me critica los furcios, estimada señora, pero si los cometo es porque tengo una hora y cuarenta y cinco minutos de programa. Y en un lapso tan extenso es lógico que alguna vez se me escape alguno, ¿o usted no comete furcios, señora?”.
De Blackie decían que “siempre estaba donde calentaba el sol” y que “ni siquiera sabía la diferencia entre peronistas y radicales”. Pero en sus programas no había nadie prohibido y nadie se atrevía con ella, ni siquiera los militares. Era liberal en el sentido americano: para ella la libertad de expresión era un principio inclaudicable. Estoy hace ya algún tiempo en una cruzada personal para rescatar del oprobio el sentido que se le da a la tibieza. Es bueno lo tibio en tiempos en que todo quema, es bueno el sol calentito, es más fácil la reflexión y el diálogo con los distintos cuando lo horrible no nos hiela la sangre.
Lo repito hoy, sin inocencia, en tiempos de decisiones: el binarismo rupturista nos deja discutiendo a la intemperie asuntos de convivencia que ya estaban saldados, el corpus de valores sociales que no se compran ni se venden y que, si hoy están rotos, deberían restaurarse en vez de destruirse del todo.
A Hinde Pomeraniec le llevó más de quince años tomar el impulso para escribir la biografía de la que considera con justicia “una Victoria Ocampo plebeya y judía”, que a diferencia de la directora de Sur no tenía dinero para invertir en cultura, sino que buscaba sponsors para invertir en cultura popular. Más de quince años para entrar en los recovecos grises –tibios– de una mujer que había dejado producido de antemano un relato “edulcorado” de su vida. Dice que, cuando empezó a pensar en el libro, el personaje todavía le quedaba grande, que “no tenía la experiencia de vida ni las herramientas profesionales” para ir en contra de esa vida ideal que Blackie había querido que se contara.
El resultado de su obsesión por las fuentes, por esa herencia de oficio –divulgar la cultura, todas las voces de la cultura, y dejar que la audiencia saque sus propias conclusiones–, de su trabajo a contramano del imperio de lo inmediato de las sentencias irreflexivas y dogmáticas, es un retrato contradictorio y lleno de matices, como una verdad sin sentencias. Como es la realidad que no demanda posteos.