A 60 años del discurso de Martin Luther King “Yo tengo un sueño”

El 28 de agosto de 1963, en las escalinatas que rodean el monumento a Abraham Lincoln en Washington, el reverendo Martin Luther King usó su fantástico poder de orador, su habilidad para conmover a través de las palabras y una técnica narrativa extraordinaria para plantear la sanción de una ley de derechos civiles para la población negra de Estados Unidos, en un discurso célebre conocido por la historia por una de sus frases más sonoras: “Yo tengo un sueño”.

Para la época y para la realidad política y social de su país aquello era una declaración paz que desnudaba un mundo hostil y violento. Fue también, un discurso prodigioso. Marcó una época, la de los años 60, que había empezado sin que nadie lo notara a claudicar de los sueños que la habían parido; King la definió, le señaló yerros monstruosos y anhelos frustrados, la impulsó a lo que, pensó, sería su destino en especial para los estadounidenses de raza negra, llamados entonces “black people”, o “colored people” porque negro era y es hoy un insulto. Sin embargo King usó la palabra negro sin que nadie se sintiese ofendido, sino halagado, identificado.

Lo escucharon cerca de doscientas cincuenta mil personas, una multitud multiétnica y multicultural: blancos, negros, asiáticos, católicos, judíos, islámicos, protestantes, evangélicos, ateos. El reverendo luchador lo sabía. Era consciente también de que hablaba al mundo y a la posteridad. No podía sospechar que sería asesinado cinco años después de aquella tarde inolvidable en el balcón de un hotel de Memphis, aunque acaso empezó a intuirlo en noviembre de ese año, tres meses después de su “Yo tengo un sueño”, cuando el entonces presidente John F. Kennedy, impulsor de los derechos civiles para los negros, fue asesinado en Dallas.

La segregación racial se había agudizado en Estados Unidos en 1963. Se había hecho más severa cuanto más abundantes y enérgicos eran los reclamos de aquella sociedad que carecían de los derechos más elementales. Los negros no podían votar en muchos estados del Sur, y cuando Kennedy aligeró las normas de inscripción en el registro de votantes, una condición indispensable para ejercer ese derecho, muchos estados sureños decidieron tomar examen a quienes querían inscribirse. Era una trampa: las pruebas iban desde exámenes de alfabetización, hasta preguntas específicas sobre la Constitución de Estados Unidos dirigidas a una población condenada al analfabetismo, porque regían estrictas normas raciales en la educación.

Martin Luther King había nacido el 15 de enero de 1929 como Michael King Jr., en Atlanta, Georgia, uno de los escenarios claves de la Guerra Civil. Era hijo del primer pastor activista por los derechos civiles, Michael King Sr. En 1934, cuando la familia viajó a Europa, el padre decidió adoptar, para él y para su hijo de cinco años, el nombre de Martin Luther en honor de Martín Lutero, el sacerdote y teólogo católico que había revolucionado la Iglesia Católica con su Reforma.

Luther King convirtió su mensaje en un sermón, en una pieza religiosa, acompañada de una estudiada gestualidad, que le otorgaba autoridad para amenazar en aquellos días difíciles, aunque esas amenazas estuviesen cubiertas por las ropas de la paz y sirvieran incluso para llamar a su gente a que no ejerciera la violencia: “No habrá ni descanso ni tranquilidad en Estados Unidos hasta que el negro tenga garantizados sus derechos de ciudadano.

“Yo tengo el sueño de que un día incluso el estado de Mississippi, un estado desierto, sofocado por el calor de la injusticia y la opresión, será transformado en un oasis de libertad y justicia. Yo tengo el sueño de que mis cuatro hijos pequeños vivirán un día en una nación donde no serán juzgados por el color de su piel sino por el contenido de su carácter. ¡Yo tengo un sueño hoy!

Debe haber sospechado que lo iban a matar. Su último discurso público es, casi, un anticipo de su muerte, un testamento dicho con la certeza perturbadora de su final inminente. Lo pronunció el 3 de abril de 1968 en Memphis, Tennessee, en aquellos Estados Unidos sacudidos y carcomidos por la discriminación racial contra la que Martin Luther King luchaba sin cuartel. Habló ante un grupo de obreros de la recolección de residuos, en huelga por mejoras sociales, por mejores salarios, por una vida más digna.

Esa tarde, King dijo a aquellos hombres que si bien amaba vivir una vida larga, estaba preparado para lo que podía ocurrirle porque: “¡Mis ojos han visto la gloria de la venida del Señor!”. Al día siguiente, a las seis y un minuto de la tarde, yacía derrumbado en el balcón que daba a la calle de su habitación 306 del Hotel Lorraine: la bala de punta blanda de un rifle Remington calibre 30.06, disparado desde muy cerca le había atravesado el mentón, destrozado la mandíbula inferior, los músculos del cuello y, finalmente, desgarrado la médula espinal. Una hora después, a las siete y cinco de la tarde, un forense lo declaró muerto en el Hospital St. Joseph de Memphis.